El campo en otoño tiene una magia especial. Las hojas caen como alfombra sobre la tierra húmeda, el aire huele a madera mojada y la vista se pierde entre los tonos ocres del bosque. Hace unos días, con la cesta de mimbre al brazo y la navaja en el bolsillo, salí en busca de uno de los tesoros más esperados del año: los níscalos.
Entre pinos extremeños y bajo la hojarasca, encontré un buen puñado de ejemplares que me inspiraron esta receta cálida y reconfortante, ideal para abrir una comida especial o para disfrutar en casa junto al fuego.

La crema de níscalos con avellanas es, ante todo, una oda al producto. Su aroma terroso se realza con un sofrito lento de cebolla que le aporta dulzor, mientras que la avellana tostada introduce un contraste crujiente y profundo que transforma este plato en una experiencia redonda. Lo mejor: no necesita complicación, solo mimo, buenos ingredientes y dejar que la naturaleza hable.
Empecé limpiando muy bien los níscalos, que por naturaleza suelen venir acompañados de tierra y restos del bosque. Los troceé y volví a lavarlos con cuidado antes de escurrirlos bien. Mientras tanto, en una sartén con aceite de oliva virgen extra, fui pochando las cebollas hasta que comenzaron a dorarse. Ese momento en el que la cocina empieza a oler a hogar es clave. Añadí entonces las setas, las salpimenté con medida y dejé que soltaran su agua, removiendo con paciencia durante unos diez minutos.
Cuando el agua se hubo evaporado y los níscalos estaban ya bien integrados con la cebolla, llegó el momento de añadir el caldo de verduras. Siempre recomiendo que este paso se haga con un caldo casero: cambia por completo el resultado. Dejé hervir a fuego vivo durante otros diez minutos, y al final incorporé las avellanas tostadas, que aportan ese punto gourmet y ligeramente dulce que hace tan especial a esta crema.
Para conseguir una textura perfecta, trituré todo hasta obtener una crema densa y sedosa. Es importante no añadir todo el caldo de golpe, sino reservar parte y añadirlo poco a poco hasta dar con la consistencia deseada. Como toque final, vertí un chorro de nata líquida, lo justo para suavizar sin enmascarar, y dejé que todo reposara unos minutos más al fuego.
La presentación también cuenta. En esta ocasión, serví la crema en plato hondo, decorando con una línea de avellanas enteras, un trozo de queso parmesano ligeramente fundido, unas hojas verdes y un tomate cherry. Un cebollino fresco cruzaba el plato como si marcara el eje de esta composición natural. Las gotas de salsa —puestas en orden creciente— terminaban de aportar ese detalle elegante que convierte una receta sencilla en un plato de restaurante.
Esta crema es perfecta como primer plato en un menú navideño o para una cena ligera de invierno. Y si no tenéis níscalos, podéis adaptarla con otras setas como boletus, champiñones o portobello. El bosque tiene muchas voces, y esta es solo una de las más deliciosas.
ELABORACIÓN Y FOTOGRAFÍA | ©
Jorge Sánchez Mosquete
Dejar una respuesta